Antepasados y semidioses de un tercer mundo

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         Si escucho, ningún temor mío podrá resistir la fuerza del sólido pasado; me tiene bien arropado. Más trabajaré; soy afortunado.

     Mi cosmogonía es hija de la espera, de la más consciente, dinámica y arqueológica espera. Raro celebrar el de mis juegos; juegos de adulto, al final:

     Hace tres soles o más en un lugar lejos de aquí, desierto, sabios hombres pegados al centro y a esta misma tierra florecieron, oraron y ganaron de su devoto agradecer por el crudo y mortal entendimiento, el día para sus hombres y la interior rima divina y latir de la ecuación percibidos, para saber de las primaveras e inviernos sus diversos tiempos.

     Enterrados habrían de encontrar los hombres de los nuevos días a los más viejos diablos que callarían de entre sus ruinas. Sabios por viejos y por diablos.

     Nostálgicamente, como si hubiera estado ahí, el reflejo que quedó, de niño encontré, descubriendo así el envejecer, pues ser niño implicó ser el infinito un día y lo pude ver: niño dejaría de ser, pero sólo para ser artista y reflejo y poder envejecer con voluntad también, andar y detenerme a tomar agua de los labios que me llamen por destino el mejor de los malparidos hijos de los pedazos que quedaron de los dioses que consintieron a sus necias crías menores aunque les dieren muerte un día; porque “Dios” no se escribía, y un recién tallado huésped el olvido encontraría en ese nombre.

     Un ángel rebelde invadió con su adictiva luz sin dejar revelaciones, y después de un beso curtido y enorme, pero igual desesperado y joven, sonó el acorde que existe cuando se es voz y vida y muerte. Cantó su canción de adiós y no hay canción más presente.

     La paradoja huele en el rico principio que anuncian los frutos podridos.

 

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